El ser humano, en su inexorable senda evolutiva, se encaminó hacia una paradoja final.
Allí va una explicación fantasiosa de por qué estamos viviendo la evolución a nuestra propia destrucción.
Con cada salto de inteligencia, con cada avance tecnológico y descubrimiento científico, el gen de la autodestrucción se hacía más potente. Las civilizaciones que florecían en otros planetas del vasto universo habían seguido el mismo camino. Su progreso los llevó a la sabiduría, pero esa misma sabiduría les reveló la futilidad o inutilidad de la existencia. Entendieron que la inteligencia extrema contenía el germen de su propia desaparición, y así, uno a uno, los mundos evolucionados se apagaron en un silencio cósmico, sin dejar rastro. Por eso, no hay nadie ahí afuera; no es porque no hayan existido, sino porque alcanzaron la máxima evolución posible, la cual era, irónicamente, su propia extinción.
En la Tierra, en el año 2025, los humanos nos acercábamos a ese mismo punto. La capacidad de diagnosticar el calentamiento global o las enfermedades sociales era infinita, pero la voluntad de actuar era nula, corroída por el odio y los intereses particulares. El odio, una fuerza primitiva y eficaz, les había servido para sobrevivir durante milenios. Los animales lo entendían bien; un tigre sin agresividad no podría subsistir. El odio, a diferencia del amor, es más fácil de dirigir hacia aquellos que no conocemos, alimentándose de prejuicios y suposiciones. Agruparse para odiar a otros. Clubes, comunidades, barrios, países etc, etc. Por ello, parecía ser la herramienta más efectiva.
Pero, ¿dónde quedaba el amor en esta ecuación? En un momento de la evolución, la especie humana tuvo la oportunidad de integrarlo de manera fundamental. El amor, en su forma más pura, era el deseo de “perder”, de dar sin esperar nada a cambio, “la inutilidad del amor”. Sin embargo, en el camino, ese amor se mercantilizó y se convirtió en una búsqueda de ganancia personal. Solo los animales, en su instinto simple y sin la carga de una evolución tan compleja, no se destruían entre ellos de la misma forma que los humanos, porque sus conflictos eran por supervivencia, no por poder.
Y en medio de todo esto, la felicidad se reveló como algo mucho más simple de lo que se había creído. No era un estado de euforia constante, ni la acumulación de logros. La verdadera felicidad era, “simplemente no estar viviendo un calvario”. Era un respiro, un momento de paz en un mundo que marchaba hacia su inevitable final.
Al final, la especie humana no integró el amor como una fuerza evolutiva, sino como un milagro personal que sucedía a pesar del progreso, no gracias a él. Un milagro que, en los últimos momentos, podría ser el único consuelo ante la soledad en un mundo que se desvanecía por su propia sabiduría.
Historias Camboyanas.
Basado en la entrevista a Dolina realizada en Futurock https://www.youtube.com/watch?v=sAOspy7JNeQ