Hay un experimento científico que muestra como cuando dos animales se persiguen,  no tiene que ver con quien es el más fuerte, es una cuestión de roles del que ataca primero.

Siempre me llamo la atención como se viven los clásicos futbolísticos en los pueblos.

La semana pasada estuve justamente en la localidad de Corralito. En un asado me contaron lo que sucedió en aquel famoso clásico con Atlético de Río Tercero allá por los años 80.

De los clubes de pueblos suelen salir grandes jugadores pero los que quedan jugando son justamente una curiosa combinación entre 1) Los “viejos”. Promesas que no fueron o los que siempre fueron unos perros, pero aún conservan algunas mañas y por otro lado están 2) “Los jóvenes” que están emergiendo pero que los “Viejos” tratan con desprecio para que no sobresalgan y se note lo que todo el mundo ya sabe.

La cuestión es que ese sábado, no era un partido cualquiera. Se trataba del Clásico del pueblo.  Corralito Vs Atlético de Río Tercero. Todo el pueblo de Corralito fue a la cancha ese día. Llegaban las rancheras, camionetas 4×4, gente a caballos y a pie. Eso es lo bueno que tienen los pueblos que se mezclan todos juntos en una misma pasión. Las mujeres con los chicos, el mate, las tortillas y el vino en caja. Justamente este último parece que fue el principal problema de aquella recordada jornada.

Resulta que era un partido chivo como se dice. Un clásico que sería recordado durante todo el año. Pero lo que no se dice en este tipo de partidos pero que todo el mundo sabe es que el local siempre tiene un plus, un hándicap o unos puntos extras que el árbitro tiene que dar. Con lo cual para que el visitante gane, la balanza debe estar realmente muy inclinada y la diferencia en el juego debe ser abismal. Así y todo la gente va con ilusión a ver a su equipo jugar. Como ya se dijo Corralito era el local. La fiesta ya estaba preparada. No podían perder. El público enardecido.

Lo que sucedió aquella tarde fue inolvidable. Se imaginarán por donde va la cosa. El partido no se abría, muy trabado y el tiempo corría. Atlético de Río Tercero jugaba un poco mejor, pero el equipo de Corralito no se rendía a fuerza de patadas. El árbitro, el querido don José, además el dueño de la verdulería del pueblo tenía la difícil tarea de mantener un equilibrio muy delgado. El atardecer caía, la muchachada ya estaba muy alcoholizada y José otorgó los últimos 5 minutos de juego rogando que terminara el partido de una buena vez. Todo el mundo acuerda que debió haberlo terminarlo en ese preciso instante, pero el destino así no lo quiso y  el equipo local tuvo la mala fortuna que Marcos, un joven e insolente 9 de Atlético de Río Tercero se metió al área con desfachatez y fue derribado “abuzamente” por el defensor. El árbitro no la pensó. Inconscientemente hizo sonar el silbato con toda seguridad y cobró penal. Cuando se dio cuenta lo que había hecho, faltando tan solo 3 minutos para que finalizara el partido se quiso esconder bajo tierra. El estadio enmudeció. Don José miro hacia su alrededor y pensó en simular que el silbatazo había significado la finalización del partido, pero no tuvo tiempo, todo el equipo de Corralito se le vino encima. Carlos, el capitán histórico del equipo, compañero de colegio de José increpó: “Que hiciste, Josecito, o acaso sos de ellos?”. No tuvo tiempo de responder y se lo llevaron a los  empujones hasta la línea lateral de la cancha.  José no lo dudó y se dirigió hacia el vestuario, tomó su bolso y comenzó a correr hacia el portón de la cancha. En esa época no había alambrado en la cancha. Al darse vuelta vio como una horda de alrededor de 20 inadaptados con palos y botellas lo seguía para reventarlo a trompadas. Por suerte José estaba en buena forma física y comenzó a correr por el campo por las calles de tierra. Corría por su vida. Los hermanos Matiece en muy mala forma física fueron los primeros en abandonar la carrera. Cuando se dio vuelta vió que quedaban ahora unos 10 desquiciados que los seguían como zombies. Corrió y corrió. La abrumadora hinchada enardecida y alcoholizada fue quedando en el camino. Al mirar de costado el árbitro pudo ver al loco Walter, uno de los peones del campo que solía estar borracho a toda hora, que seguramente no sabía por que corría. Seguía al resto porque le habrá parecido que regalaban algo o porque simplemente había que correr. La cuestión fue que Walter ya no dio más y se volvió refunfuñando.

Tanto corrió José que llegó a la frontera del Pueblo. Casi adentrándose a territorio de Atlético de Río Tercero. Cuando volvió a mirar hacia atrás vio que solo lo seguía Carlos. Al final quedaron en la recta final Carlos y José los dos compañeros de la infancia. Los dos amigos ya no daban más. En ese momento José cayó en la cuenta de la situación. Carlos, sin duda un gran jugador de fútbol  pero no muy ducho con los puños. El referí se dio vuelta y lo esperó con la dos manos en guardia. Carlos llegó atolondrado y sin aliento. Se detuvo y puso sus manos sobre las rodillas para recuperar el aire y le dijo a José: no doy más. Ya quedaban los últimos rayos de sol. Quedaron los dos mano a mano. Se miraron a los ojos, Carlos quiso decirle que era una calentura del momento propio del partido, que no se enojara que eran amigos de toda la vida. Pero no pudo, en sus ojos ya se le notaba el miedo. Levantó las manos en son de paz y cuando vió la furia de José. Se dio la media vuelta y comenzó a correr nuevamente hacia el pueblo. Como se dio vuelta la tortilla. Perseguido y perseguidor ahora se habían cambiado los roles.

Andrés Dunayevich

Historias Camboyanas.

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